10 dic 2009

"Las orejas del niño Raúl" (Camilo José Cela, 1985)

El niño Raúl era un niño con personalidad; esto es, un niño flaquito, paliducho, que hacía, más o menos, lo que le daba la gana. El niño Raúl tendía a la histeria, a la misantropía y a la holganza, como los sabios de la antigüedad. El niño Raúl tenía manías, una bicicleta y diez o doce años.

Al niño Raúl, aquella temporada, lo que le preocupaba era tener una oreja más grande que otra. El niño Raúl se miraba al espejo constantemente, pero el espejo no le sacaba demasiado
de dudas; en los espejos que había en casa del niño Raúl jamás podían verse las dos orejas a un tiempo.

El niño Raúl, preocupado por sus orejas, pasaba por largos baches de tristeza y de depresión.

-¿Qué te pasa? ¿Por qué estás con esa cara? -le decía su padre a la hora de comer.

-Nada... Lo de las orejas... -contestaba el niño Raúl con el mirar perdido.

El niño Raúl, a fuerza de mucho pensar, descubrió que la mejor manera de medir las orejas era con la mano, cogiéndolas entre dos dedos, las dos al mismo tiempo, y llevando la medida a pulso, un momento, por el aire -¡por un momentito no había de variar!- para ver si casaban
o no casaban.

Lo malo del nuevo procedimiento fue que, contra todos los pronósticos, no resultaba de gran precisión, y la oreja izquierda, por ejemplo, tan pronto aparecía más grande como más pequeña que la oreja derecha. ¡Aquello era para volverse loco!

El niño Raúl empezó a prodigar las mediciones, a ver si conseguía salir de dudas, y hubo días -días excepcionales, días de suerte y de aplicación, días radiantes- en que llegó a medirse las
orejas hasta tres mil veces.

Los movimientos del niño Raúl para medirse las orejas eran ya automáticos, eran ya unos movimientos casi reflejos, y el niño Raúl llegó a tal grado de perfección, que se medía las orejas como hacía la digestión, o como le crecían el pelo y las uñas, o como crecía todo él, que era un niño larguirucho, desangelado, desgarbado.

Mientras estudiaba la Física, mientras se bañaba, mientras comía, el niño Raúl se medía las orejas incansablemente y a una velocidad increíble.

-¡Niño! ¿Qué haces?

-Nada, papá; me mido las orejas.

El niño Raúl vivía con sus padres y con sus hermanos en un chalet de la carretera de Chamartín. La cosa, para el niño Raúl, había ido marchando bastante bien -con algún grito de
vez en cuando-, pero la fatalidad, siempre al acecho, hizo que al padre de Raúl se le ocurriera pensar que lo único que faltaba en el jardín era un gallinero, y allí empezó la decadencia y la
ruina del niño Raúl.

-¡Un gallinero! -decía el padre del niño Raúl con entusiasmo-. ¡Un gallinero pequeño, pero bien construido! ¡Un gallinero poblado de gallinas Leghorn, que son muy ponedoras!

El niño Raúl seguía midiéndose las orejas mientras veía levantarse el gallinero. Los dos albañiles que lo construían miraban con aire de conmiseración al niño Raúl, pero el niño Raúl ni imaginaba que aquella compasión fuera por él.

Y, como pasa con todo, llegó el momento en que el gallinero se terminó. Quedaba mono el gallinero con su tejadito y su tela metálica.

-¡Bueno! -dijo el padre del niño Raúl-. ¡Por fin está terminado el gallinero! Ahora lo único que falta son gallinas. Compraremos gallinas Leghorn, que son muy ponedoras. Pero iremos poco a poco, no conviene precipitarse. De momento compraremos dos gallinas y un gallo. ¡Raúl!

El niño Raúl se estaba midiendo las orejas.

-¡Voy, papá!

-Acompáñame tú, que eres el mayorcito. ¡Vamos a comprar dos gallinas y un gallo de raza Leghorn!

-Muy bien, papá.

-¿Estás arreglado?

-Sí, papá.

-¡Pues andando!

Era una radiante mañana de primavera. El niño Raúl y su padre se perdieron en el horizonte, a través del campo, camino de la Ciudad Lineal, donde había una granja muy afamada.

El padre del niño Raúl iba delante, con paso firme y decidido y aire de jefe de una familia bóer colonizadora del África del Sur. Daba gusto verlo. El niño Raúl se quedaba atrás, midiéndose las orejas, y después daba un trotecillo para alcanzar a su padre.

Al cabo de hora y pico de andar, el niño Raúl y su padre llegaron a la granja. El niño Raúl iba algo cansado, pero no decía nada. La oreja izquierda era ligeramente más grande que la derecha...

-¿Qué desean?

-Deseamos dos gallinas y un gallo de raza Leghorn. Queremos unos buenos ejemplares. Son para inaugurar un gallinero.

El encargado de la granja miró para el niño Raúl, que estaba midiéndose las orejas.

El encargado de la granja se metió entre las gallinas y, ésta quiero, ésta no quiero, salió con dos gallinas blancas, relucientes, que tenían una pulserita en una pata.

-¡Raúl! -dijo el padre-, coge estas gallinas. Ponte una debajo de cada brazo y sujétalas con la mano.

-Bien, papá.

El encargado se perdió un momento y volvió con un gallo orondo, un gallo espléndido que parecía de anuncio. El padre del niño Raúl pagó y cogió el gallo en brazos, casi con mimo, como si fuera un hijo.

El niño Raúl y su padre, los dos con su preciada carga, emprendieron el camino de vuelta.

-¡Qué contenta se va a poner mamá cuando los vea!

-¡Ya lo creo!

El niño Raúl y su padre caminaron en silencio unos cientos de metros. El aire, de repente, se puso turbio dentro de la cabeza del niño Raúl. El niño Raúl sintió como un ligero vahído. Las piernas le flaquearon y la voz se le quedó pegada a la garganta. La mente del niño Raúl vio como en una agonía, perfectamente claras, las escenas de su más remota niñez. El niño Raúl se puso pálido y rompió a sudar. El temblor le invadió todo el cuerpo.

-¿Te encuentras mal?

El niño Raúl no pudo contestar. Miró a su padre con una ternura infinita, procurando sonreír con una sonrisa que pedía clemencia a gritos, soltó las gallinas y se midió las orejas.

Camilo José Cela
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